Federico y el desierto.

Publicado: marzo 27, 2011 en Uncategorized

Una gota de sudor descendió por la sien izquierda de Federico, siguió bajando por su cuello y súbitamente fue detenida por el cordón del escapulario con la imagen de la virgen de Guadalupe.

En ese momento Federico despertó; lentamente abrió los ojos y pudo darse cuenta de que seguía en la misma celda donde los oficiales lo habían dejado esa mañana. Todo era confuso y Federico tenía miedo, un miedo nuevo y extraño; un miedo que no lo dejaba pensar en nada más.

Aquella tarde hacía un calor de los mil demonios y Federico no paraba de maldecir los más de 45 grados centígrados y el aire acondicionado descompuesto, de la misma forma que maldecía su suerte, su vida y a él mismo; la temperatura, pensaba, no podía ser más que un presagio del infierno que estaba seguro le esperaba.

Todo pasó tan rápido que Federico casi no se dio cuenta de nada y ahora que lo pensaba, este era el primer momento en el que se encontraba solo en tres días; había dormido sólo una hora en el avión y otras tres en aquel lugar, estaba cansado y no quería levntarse de la cama; se sentía agobiado. No sabía bien a bien donde se encontraba y sin embargo lo imaginaba; el sólo recuerdo de aquella noche y de aquellos suburbios era suficiente para mantenerlo inmóvil en el colchón. Finalmente, después de un largo rato que para Federico fue eterno se puso de pie; se dio la vuelta y se atrevió a mirar por la ventanita con barrotes, por donde hasta ahora sólo había visto el cielo profundamente azul del desierto.

*   *   *

Federico salió de Mier una tarde medio nublada a principios de año. Las nubes grises habían marcado el inicio de su desgracia y desde entonces Federico siempre las veía con desconfianza. Mientras se alejaba de su hogar abordo de una pick-up roja, Federico recordó los naranjales del rancho familiar destruidos por las inundaciones que asolaron a Tamaulipas el verano pasado; pensó también en sus padres y en ese momento, un agudo dolor en el corazón le arrancó a sus ojos tres lágrimas; su padre –un anciano de setenta años– enfermó y murió de neumonía después de intentar –sin éxito– salvar a sus cabras de ser arrastradas por la crecida del río; su madre de sesenta, falleció meses después de tristeza y desesperanza.

En Ciudad Miguel Alemán las cosas fueron peores. Todo el mundo veía con recelo a los recién llegados, al final, su desgracia les mostraba la fragilidad de su propia situación: si la cercana Mier se había transformado en un infierno inhabitable por la guerra que azotaba a la región, no podía faltar mucho tiempo para que a Ciudad Miguel Alemán le tocara su turno.

Así, Federico buscaba trabajo sin conseguirlo; mientras la caridad de los habitantes de Ciudad Miguel Alemán se acababa con cada peso que el kilo de tortilla, el litro de leche o de gasolina subían de precio; a Federico de nada le servía su título como Ingeniero en Sistemas por la Universidad Autónoma de Tamaulipas. Nadie lo contrató.

Un buen día pasó; Federico se sentía agobiado y tenía frío, el invierno era especialmente duro ese año y el hambre era su peor consejera; desesperado, tomó la decisión. Regresó a la vieja casa de sus padres y sin más luz que la de la luna llená, comenzó a escarbar un hoyo bajo el naranjo del patio principal; de pronto, removiendo entre la tierra encontró una cajita de galletas cuidadosamente envuelta en dos bolsas de plástico de colores; su descubrimiento lo exitó y sus manos no dejaban de temblar.

Eran los tesoros de su familia. Cuando Federico era niño su padre le mostró el lugar y le dijo que si alguna vez se quedaba solo; fuera y escarbara ahí para buscar fuerza y sustento. Al abrir la cajita, Federico encontró protegidos por una servilleta que alguna vez había sido blanca, una foto de la boda de sus padres, el anillo de matrimonio de oro de su abuela paterna, el rosario de plata de su madre, la esclava de oro de su padre, treinta mil pesos en efectivo y tres centenarios, dos de oro y uno de plata, los cuales pertenecieron a su bisabuelo villista del que Federico escuchó tantas historias cuando era niño y jugaba junto a ese mismo árbol.

Por primera vez en tres meses, Federico lloró; lloró hasta que la luna desapareció por el horizonte y siguió llorando hasta mucho después de que el cielo se tiñera de azul, morado y rojo con el amanecer.

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Después de malvender todo lo de valor salvo el rosario, Federico pensó que sería mejor viajar por el sur pues había escuchado muchas historias sobre los constantes asaltos y asesinatos en las carreteras del norte; a la mañana siguiente, se dirigió decididamente a la estación de autobúses y compró un boleto para Querétaro a donde llegó esa misma noche.

Al llegar a Querétaro, Federico tomó inmediatamente un taxi al aeropuerto, sin embargo, el tráfico provocado por un accidente en la autopista lo retrasó más de una hora y para cuando llegó, las agencias de viaje ya estaban cerradas, por lo que tuvo que pasar la noche en la sala de espera junto a otros viajeros trasnochados.

A primera hora del día siguiente Federico compró el boleto aéreo, feliz, lo sostuvo entre sus manos y sonrió. A la hora indicada se dirigió a la sala que le indicaba la pantalla, sin embargo, antes de abordar el avión Federico tuvo que pasar por tres estrictos controles de seguridad; la Policía Federal se encargaba de revisar a detalle el equipaje de mano y a los pasajeros mismos, mientras tanto, los perros entrenados paseaban plácidamente por los corredores del aeropuerto en búsqueda de drogas y armas; cuando lo revisaron a él, Federico sintió que lo trataron como a un criminal, tuvo miedo y pensó en los miles de muertos de la guerra que asolaba a su país, de una guerra de la que él mismo escapaba.

Después de más o menos una hora, el avión aterrizó. Eran las doce de la tarde y afuera el sol brillaba con fuerza; mientras Federico esperaba que su equipaje apareciera en la bandeja, no dejaba de pensar en la ventanilla del avión. El recuerdo de las ciudades hermanas extendiéndose frente al Océano Pacífico era fuerte y claro; San Diego y Tijuana –pensó Federico– parecían un solo rostro marcado por una enorme y horrible cicatriz: La frontera del norte y del sur; su destino.

En el aeropuerto ya lo esperaban. De pronto, cuando caminaba entre las tiendas, un hombre de estatura baja, facciones gruesas y aspecto amenazante lo tomó del brazo; Federico se detuvo en seco, se dio la vuelta y pudo ver que la persona que lo sujetaba iba acompañada de un tipo rubio, alto y con una expresión tan soberbia que parecía ser el jefe. Los sujetos se presentaron y le recordaron a Federico que lo conocían de antemano porque parte del acuerdo, era que debía enviar a los polleros una fotografía para preparar los papeles falsos y hacer todo más discreto.

Los hombres condujeron a Federico rápidamente al estacionamiento y salieron a toda velocidad del aeropuerto en un automóvil gris con vidrios obscuros. Federico recordó entonces que había olvidado en su maleta el comprobante de los tres mil pesos que había depositado en una cuenta bancaria de los polleros; se lo comentó al hombre alto y éste le respondió en buen español, que no importaba, puesto que iba bien recomendado.

Federico pensó entonces en Ignacio y Lourdes, sus amigos del bachillerato que vivían en Nueva York con Josefina, su hija, y se sintió profundamente agradecido con ellos por haberlo contactado con los polleros. En ese momento, el hombre alto le exigió el dinero, diez mil pesos ahora, veinte mil más y el comprobante cuando estuvieran lejos y seguros del otro lado; ante todo la seriedad, le recordó a Federico con un tono burlón.

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Nueva York era tal y como en las películas, pensaba Federico una tarde libre mientras paseaba por la ciudad; los rascacielos, los árboles de navidad, los puentes, los parques, todo era tal y como esperaba. Ese día comenzó a nevar; por la mañana era sólo un poco, pero para la noche, la sexta tormenta invernal más grande de la historia paralizaba la ciudad y sus alrededores.

Miles de dólares y algunos cuantos empleos se perdieron esos tres caóticos días en Queens; el transporte funcionaba a la mínima capacidad y las máquinas para la nieve sólo despejaban la autopista urbana que conectaba a Manhattan con los aeropuertos, sin embargo, a Federico no le importó caminar en la nieve y esa noche, mientras regresaba a casa, pensó que también en Estados Unidos el gobierno atendía primero a los ricos y a los turistas.

A pesar de la nevada, a la pizzería donde trabajaba Federico le iba bastante bien; los empleados que no pudieron salir más allá de sus barrios por la nieve acumulada, aprovecharon para tomarse un descanso con sus familias y aparentemente, a los gringos les gustaba mucho la Pizza, sobre todo la de tres quesos con Mexican Green Spicy Pepper, especialidad de su amigo Juan, el poblano.

Por lo demás Federico estaba contento, le quedaba más que claro que Queens tampoco era el mejor lugar del mundo, pero al menos ahí se sentía más seguro que en México. En la televisión las noticias de la cadena en español no dejaban de pintar al país como un panteón y un osario ensangrentado; si bien Federico siempre debía cuidarse de la policía gringa, al menos aquí ya no tenía miedo de acabar destazado en medio del desierto, colgado de un puente o en medio de una balacera y además, a pesar del invierno y de estar solo, tampoco le temía al frío o al hambre.

El dueño de la pizzeria era de Veracruz y además de un sueldo no tan malo siempre daba de comer a sus empleados. A Federico le alcanzaba para rentar una pequeña habitación en la casa de Reina, una hondureña que cocinaba muy bien y mes con mes pagaba el dinero que Ignacio le prestó; compró ropa nueva baratísima, un celular usado con pantalla táctil y hasta un playstation que jugaba en su tiempo libre con Justin Sebastián, el hijo de Reina. Por primera vez en mucho tiempo, Federico sentía algo cercano a la felicidad.

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La vista desde la ventina con barrotes le produjo sensaciones encontradas. A Federico siempre le gustó el desierto, el cielo claro, el silencio impenetrable, la vida y la muerte mordiéndose la cola entre la arena; recordó como cuando era niño solía internarse en él con su padre para cazar serpientes, águilas, venados y coyotes. Después, Federico sintió nauseas y su mundo se vino de nuevo abajo; encerrado en aquella celda no podía sino sentirse la presa.

Por la ventanita con barrotes, Federico vio el desierto extenderse hacia el horizonte hasta confundirse con el cielo como si fuera el mar. Conocía el lugar, ahí lo dejaron los eficientes polleros y además, desde el edificio donde se encontraba alcanzaba a ver el letrero que marcaba el camino al downtown; se trataba de Tucson, Arizona.

Federico sintió pánico y trató de conjurar a los demonios de su cabeza pero no pudo; de pronto se sintió petrificado. Súbitamente, Federico recordó todo, más bien, se sintió como transportado a un momento anterior, a unos meses atrás muy cerca de donde se encontraba ahora.

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De Tijuana a San Diego, Federico pasó por la línea dentro de un Toyota gris con placas de California. En la Garita, el hombre alto parecía conocer al oficial de migración, puesto que, tras entregarle unos pasaportes que sacó de la guantera del auto, lo saludó discretamente; el oficial no respondió, tomó los documentos, los pasó por el escáner y tras devolvérselos les ordenó –en inglés y casi sin verlos– avanzar.

Los polleros cobraban caro, pero eso sí, con ellos la gente pasaba segura, sin contratiempos y siempre por la línea; sólo trabajaban por recomendación de otros clientes por lo que Ignacio tuvo que rogarles que ayudaran a Federico y además, depositar los dos mil dólares necesarios para comenzar el trámite. Al final de sus servicios los polleros dejaban a las personas en alguna ciudad alejada de la frontera en California, Nevada, Texas o Arizona desde donde se podía tomar con toda seguridad un autobús a cualquier parte de los Estados Unidos.

Ese día tocaba Tucson. Durante el largo viaje ni los polleros ni Federico hablaron más de lo necesario, más tarde, el hombre alto se durmió. Federico se sentía incomodo y se dedicó a mirar por la ventana del automóvil, le intrigaba la peculiar manera en que el día y la noche se fundían en uno sólo atardecer de aquel desierto de Arizona; pensó en su niñez en Tamaulipas y pensó también en los cientos de inmigrantes que por tener menos dinero que él, mueren cada año viendo ese maravilloso atardecer. Federico se sintió con el corazón oprimido y así, finalmente se quedó dormido.

Federico despertó cuando ya era de noche, antes de dejarlo en la terminal de autobuses, los hombres hicieron una parada en los suburbios de la ciudad donde las casas eran como de película gringa –pensó Federico–. El auto se detuvo frente a una construcción de dos pisos en madera pintada de verde obscuro y beige; el jardín tenía un árbol grande del que colgaba un columpio y la cerca blanca también era de madera. Los polleros le dijeron que se quedara en el auto; el más chaparro bajó y sacó de la cajuela dos grandes maletas, entró a la casa y tras 10 minutos salió del garaje en otro automóvil, esta vez un Volkswagen negro de lujo. El hombre alto le dijo a Federico que continuarían en el otro vehículo y finalmente lo dejaron a una cuadra de la terminal de autobúses; una vez dentro, Federico llamó a Ignacio y compró un boleto a Nueva York; se sentía feliz, por fin todo iba marchando bien y pronto podría comenzar una nueva vida lejos de todo.

Mientras viajaba con rumbo al norte y miraba la luna brillar sobre el desierto desde la ventana del autobús, Federico se quedó dormido tranquilamente por primera vez en mucho tiempo.

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Afuera, mientras anochece y el cielo del desierto se tiñe de rojo, las nubes presagian el inicio de otro verano; adentro, en el comedor, Federico sostiene en una mano el pedazo que le queda del escapulario con la imagen de la virgen de Guadalupe, mientras con la otra come un hot dog. En la pequeña televisión alguien sintoniza el canal en español y sube el volúmen, Federico voltea institintivamente al aparato y atento, escucha a la presentadora cubana que con su acento de Miami, anuncia a viva voz que el incremento de la violencia en México es un peligro para la seguridad americana.

Con la comida en la boca, Federico sonríe desequilibradamente con la expresión descompuesta; se carcajea y después llora, grita y finalmente golpea el suelo con la charolita de plástico. Rapidamente, Federico es inmovilizado por los oficiales de manera violenta y llevado nuevamente a la celda de castigo, donde pasará otros tres días en las penumbras, completamente solo.

Una vez ahí, Federico llora.

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Federico lleva tres años en la cárcel, fue encontrado culpable de ser parte de una red de tráfico de armas hacia México; el agente del consulado en Tucson que atendió su llamada, pensó lo mismo y ni siquiera lo visitó. Si tiene buena conducta, Federico podrá salir en unos diez años más; entonces, las autoridades estadounidenses lo deportarán a México.

Federico será llevado de vuelta a Matamoros, Tamaulipas, desde donde podrá regresar a Mier, abrir un cibercafé y comenzar de nuevo su vida –eso, si después de la guerra, todavía existe un lugar llamado Mier, o Tamaulipas o México; o si después de diez años aquí, todavía existe un sujeto llamado Federico– piensa a veces en su celda de la prisión del desierto.

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